La balanza, en equilibrio
Friday, July 21, 2006
En 1964, cuando Khruschev acusaba a China de revisionista (supremo agravio en la jerga comunista), el general De Gaulle reanudaba con ella sus relaciones diplomáticas e intercambiaba embajadores. Poco antes había dicho, privadamente, ante el consejo de ministros: "Si dejamos a China cocinarse a fuego lento detrás de su Gran Muralla, terminará por explotar. Los chinos devendrán radicalizados, si es que ya no lo están. Hace falta ayudarlos a abrir sus ventanas".
En 1972, luego de la famosa aproximación en los partidos de ping-pong, el espectacular viaje del presidente Nixon a Pekín abrió una nueva etapa del mundo. El recuerdo viene envuelto en cierta nostalgia, cuando se comprueba lo que son decisiones de larga visión de hombres de Estado en tiempos como éstos, en que Occidente anda tan perdido. La evocación nos permite, además, medir en perspectiva lo que ni ellos pudieron imaginar, con esta China potencia mundial, transformada en gran prestamista de los Estados Unidos, con sus 850 mil millones de dólares de reserva, sostén de la moneda norteamericana; esta China que construye 44 aeropuertos nuevos (ya posee 142), a un costo de 14.540 millones de euros, mientras se prepara para la Olimpíada de 2008 y la Exposición Universal de Shanghai de 2010.
En torno de esa irrupción china, hay quienes aún agitan el fantasma de un peligro universal. Su expansión económica, su desarrollo del armamento atómico, su reivindicación de Taiwan como provincia propia (pasos obvios para quien se siente potencia) alimentan ese prejuicio. Podemos entender el temor comercial de quienes compiten con China en cualquier sector de la producción, pero no compartir esa visión prejuiciosa, que ignora la idiosincrasia de ese pueblo milenario, dotado de un sentido del tiempo con una perspectiva alejada de nuestra prisa occidental.
El propio Mao dijo: "La historia de nuestro gran pueblo, desde miles de años, se caracteriza por particularidades nacionales La China de hoy es un desarrollo de la China histórica. De Confucio a Sun Yat-Sen, nosotros nos constituimos en los herederos de todo aquello que hay de precioso en nuestro pasado". Sus continuadores de hoy, que dieron por tierra con su política, que borraron hasta el último vestigio de su "revolución cultural", tanto piensan lo mismo -como chinos que son- que dejaron como testimonio su retrato en la plaza de Tiananmen. Den Xiaoping sentenció que él no haría con Mao lo que Khruschev había hecho con Stalin y allí quedó esa imagen, que Andy Warhol popularizó en Occidente con su retrato pop.
China se siente llamada, por vocación histórica, a ser el equilibrio. Nada es más afín a su cultura que la búsqueda de la armonía. Esa milenaria inclinación no pasa por la anécdota histórica del comunismo, apenas un aleteo en su periplo temporal. Una charla con Den Xiaoping, hace ya 18 años, me lo dejó en claro. Siempre han temido, hacia el Este, el militarismo japonés y, hacia el Oeste, la inclinación a la anarquía de los rusos. El destino supone mantener siempre la balanza en equilibrio.
Hoy, el discurso es el mismo, y vengo de oírlo en mi cuarta visita a un país que en 30 años ha avanzado un siglo. El presidente Hu Jintao, en la Casa Blanca, acaba de sostener: "Tanto China como los Estados Unidos tienen gran importancia mundial. Los dos países comparten importantes intereses estratégicos Debemos comprender y manejar las relaciones China-Estados Unidos desde el punto de vista estratégico en el largo plazo". Inscribió esa definición política en una tocquevilliana comparación: "Tanto el pueblo chino como el norteamericano son grandes pueblos. Los norteamericanos, que son optimistas, emprendedores, pragmáticos e innovadores, han llevado a los Estados Unidos a la cima de los países desarrollados durante un período de 200 años y han tenido notables logros económicos, científicos y tecnológicos. Por su parte los chinos, que son trabajadores, valientes, bondadosos y astutos, han creado una brillante civilización con miles de años de historia. El pueblo chino se encuentra ahora transitando un camino de desarrollo pacífico, tratando de llevar adelante la modernización del país en el proceso de reforma y abriéndose al mundo exterior".
La política sigue monopolizada por "el Partido". Los medios de comunicación también. Pero el eufemismo de la economía socialista de mercado no esconde un aluvión de capital extranjero, una incorporación al mercado mundial, luego de su ingreso en la OMC, y el desarrollo de una vigorosa sociedad de consumo en la que están sumergidos los 800 millones de chinos que viven en las ciudades.
En ellas va creciendo vertiginosamente una clase media de pequeños empresarios, ejecutivos de multinacionales, comerciantes y profesionales. Son quienes pueblan hoy las calles de ciudades tan repletas de automóviles como las más abigarradas metrópolis occidentales. Es verdad que 500 millones siguen viviendo en un medio rural pobre y atrasado, pero nueve millones por año se marchan al medio urbano en busca de oportunidades. La equilibrada absorción de esa masa es uno de los mayores desafíos de esta economía que creció al 9,4% anual desde que en 1978 Deng Xiaoping inició su proceso de reforma y apertura bajo la idea de "liberar el espíritu, que implica luchar contra la desviación de izquierda y la de derecha".
Hace un mes, sobre el río Yangtsé, el río madre de la civilización china, el más largo de Asia, se inauguró la más grande represa del mundo: 120 metros de alto, 2,3 kilómetros de largo, 23 millones de metros cúbicos de hormigón.
Hu Jintao, ingeniero hidroeléctrico, no concurrió, preocupado por la posibilidad de que esa gigantesca barrera transformara la histórica corriente en un depósito cloacal. En ese revelador episodio se conjugan, a la vez, la capacidad gigantesca de realización con los riesgos ecológicos que amenazan un desarrollo sostenible. China precisa energía para sostener su expansión, pero ahora tiene que atender también los problemas que va generando el crecimiento: aumento de la desocupación en las ciudades, polución ambiental, suba del valor de las viviendas, desigualdades salariales.
China está en la base de la actual expansión económica del mundo, la mayor en un siglo, que lleva al milagro de que todos los países de nuestra América latina -sea bueno, regular o malo su gobierno- puedan mostrar indicadores de crecimiento. La pregunta es cuánto podrá durar este impulso, si podemos contar con que esta demanda fabulosa de acero, petróleo y energía que hace el gigante asiático continuará, si esos problemas que asoman no comprometerán su ritmo.
Los hechos nos dicen que su PBI hoy es el cuarto del mundo y que desde 1978, año de la apertura liderada por Deng, ha venido creciendo a una tasa asombrosa del 9,4% anual. Pasó de 147 billones de dólares a 2230 billones. Su PBI per cápita, sin embargo, lo ubica en el puesto cien del mundo y si se mantiene el ritmo previsto sólo en 2020 sería de US$ 3000 por persona. Como siempre dicen los chinos, nuestros números asombran, hasta que se dividen por 1300 millones de personas
Las autoridades prevén ahora una tasa menor de crecimiento para los próximos cinco años: 7,5% anual, que en cualquier caso le permitirá a China ubicarse como la segunda economía del mundo. Su nuevo plan de desarrollo aspira a reducir el consumo de energía, que se despilfarra; mejorar la situación en el campo y así frenar el drenaje masivo hacia las ciudades de gente sin trabajo ni preparación; enfrentar esos enormes problemas ecológicos y lograr una mayor armonía entre la economía y un desarrollo social con grandes masas salidas del hambre, pero aún situadas en niveles de pobreza.
Es un esfuerzo gigantesco. Están obligados a reorganizar empresas ineficientes, incapaces de competir internacionalmente, que hoy dejan gente sin trabajo; explotar el carbón y los recursos energéticos en gas y petróleo del profundo oeste; mejorar la infraestructura de comunicaciones para que el desarrollo de la zona costera pueda ir alcanzando al inmenso territorio; profundizar aún más la competencia empresarial, con leyes antimonopólicas; moderar sus impresionantes superávit comerciales, generadores de reclamos para que revaloricen el yen.
Los problemas no se ocultan, ni aun en la prensa oficial. Pero basta observar la calle para advertir la dinámica de la sociedad. La primera vez que viajé a China me asombraba observar, desde la ventana de mi hotel, en Pekín o Shanghai, las bandadas de bicicletas que poblaban la calle y que al encenderse la luz verde del semáforo parecían la largada de una carrera. Hoy, el mismo espectáculo se vive con automóviles, que ya no lucen aquel anticuado diseño soviético: son productos sofisticados de una ingeniería europea, japonesa y norteamericana.
En 2000 se producían 600 mil automóviles por año; en 2005, llegan a cinco millones. La industria cultural ocupa a diez millones de personas en producciones audiovisuales, periodísticas y artísticas. La Lenovo, la fábrica de PC, adquirió IBM y hoy hasta en Estados Unidos han adoptado restricciones ante su incontenible avance. Los teléfonos móviles superan ya a la telefonía fija y Motorola, Nokia y las demás grandes firmas están instaladas produciendo aparatos.
La clase media avanza para configurar rápidamente uno de los grandes mercados de consumo. Si consideramos como perteneciente a la clase media a quien posee un trabajo fijo y una vivienda, el 40% de la población urbana ya está en ese nivel. Serían unos 320 millones de personas, que pueblan los grandes shopping centers que florecen en las ciudades, del mismo estilo que los de Occidente.
Un símbolo visual de esa expansión es Pudong, el nuevo distrito de Shanghai, al otro lado del río. Es una expansión provocada por la saturación de Shanghai, donde se construyeron 3500 rascacielos en 15 años y hay que desplazarse por calles en superficie y vías aéreas en las que se circula en la altura, pagando peajes internos en la ciudad. Y bien: Pudong, a la que vimos hace veinte años cuando recién nacía de la nada (apenas un caserío), hoy ya está poblada por 110 multinacionales y abrió un aeropuerto que, junto con el antiguo, moviliza a 35 millones de pasajeros al año.
Quien circule de noche por la vieja rambla de Shanghai, dominada por los clásicos edificios de la época inglesa, la del hotel homónimo de la novela de Vicki Baum, verá del otro lado (el de Pudong) un espectáculo urbano comparable a la Ciudad Gótica de Batman, con una esférica torre de comunicaciones, los rascacielos rivalizando en fantasías ópticas y reflectores proyectando cambiantes haces de luz.
"La tecnología y la gestión en la producción no pueden calificarse de capitalistas. Vienen del dominio de la ciencia; ellas son útiles a no importa qué sociedad y no importa qué país", le dijo Deng a Oriana Falacci en 1980. Su "principio de la realidad" ha transformado la milenaria sociedad, aunque su humanidad sigue fiel a su condición. Confucio y Lao Tsé permanecen en su mente.
El sistema político es cerrado y autoritario, pero el ciudadano vive más libertades que las que nunca antes conoció, al impulso de una reforma económica que le mejora su vida. En los próximos años, cuando ese desarrollo madure, naturalmente reclamará aún más libertad. Y ése será el momento en que, como me dijo Deng en el Palacio del Pueblo -en 1989, pero hablando de 2020-, habrá que ver si es posible conciliar el socialismo con la economía de mercado.
Julio María Sanguinetti
Para LA NACION
El autor fue dos veces presidente de Uruguay (1985/1990 y 1995/2000).
posted by Tadeo Infante @ 9:28 PM,