Diálogo sobre la vida



Fecundación asistida. Aborto. Células madre. Adopciones y Sida. Eutanasia. Los límites de la investigación. El encuentro posible entre ciencia y ética cristiana. El largo diálogo entre el cardenal Carlo Maria Martini y el profesor Ignazio Marino, que publicamos más abajo, apareció en el número 16/2006 del semanario italiano L'espresso del 21 de abril del presente año. Agradecemos la gentileza de dicho medio por permitir que Mensaje lo reproduzca*.
El cardenal Carlo Maria Martini, de 79 años, jesuita, gran especialista en Sagrada Escritura, fue arzobispo de Milán desde el año 1979 al 2002. Ahora vive en Jerusalén donde ha retomado sus estudios bíblicos. El profesor Ignazio Marino, científico y experto en bioética de fama internacional, católico, es director del Centro de transplantes del Jefferson Medical College de Filadelfia. El pasado 10 de abril fue elegido senador en Italia, representante independiente del Partido Democrático de Izquierda. Sobre los temas tocados en esta conversación, Martini raramente se había expresado en el pasado. Incluso en los primeros meses de 2005, cuando en Italia la discusión pro y contra la ley que regula la fecundación artificial fue muy viva y la jerarquía de la Iglesia se pronunció con fuerza, él permaneció en silencio. Aquí, en cambio, habla sobre estos temas por primera vez de un modo amplio. Ha ideado y realizado el diálogo entre el cardenal Martini y el profesor Marino —y ha editado la publicación para L'espresso— Daniela Minerva.
— Carlo Maria Martini: Querido profesor Marino, he leído con mucho interés y participación su libro Creer y curar. Me ha impresionado, por una parte, su amor por la profesión médica y su predominante interés por el enfermo y, por otra, su objetividad de juicio, su equilibrio al tratar problemas de frontera, allí donde las exigencias médicas se encuentran con las exigencias éticas y a veces parecen oponerse a ellas. He visto cómo usted no quiere renunciar ni a su objetividad profesional de médico ni a su conciencia de hombre y también de creyente. Todo esto me parece muy importante para ese 'diálogo sobre la vida' que interesa justamente tanto a nuestros contemporáneos, sobre todo en aquellos casos límite en los que las audacias de la ciencia y de la técnica despiertan, de una parte, asombro y gratitud y, de la otra, suscitan preocupación por la especie humana y su dignidad. Todo esto hace necesario y urgente un 'diálogo sobre la vida' que no parta de preconceptos o de posiciones prejuiciadas sino que sea abierto y libre y, al mismo tiempo, respetuoso y responsable. — Ignazio Marino: También yo veo muchas razones para un diálogo objetivo, en profundidad y sincero sobre el tema de la vida humana. Vivimos de hecho un momento histórico particular, en el cual el progreso científico ha revolucionado la posición del ser humano respecto a la vida, la enfermedad y la muerte. Hoy, a diferencia de ayer, se puede nacer de muchos modos diversos, se puede ser sanado con terapias extraordinarias y mantenido por largo tiempo, en una sala de reanimación, en un estado que puede ser llamado 'vida' simplemente desde el punto de vista de las funciones fisiológicas. La muerte cada vez más es considerada como un evento excepcional por evitar y no el fin natural que alcanza inevitablemente toda vida humana.Estos cambios influencian no solo el curso de nuestra existencia sino también el modo de concebir la vida, la enfermedad y la muerte. Por eso no es posible ignorar las innumerables cuestiones éticas que emergen de los continuos cambios ligados a las nuevas tecnologías y a las posibilidades que la ciencia pone a disposición de los hombres. El diálogo sobre estos temas y la confrontación entre hombres de diversa formación y con diferentes roles al interior de la sociedad, pueden contribuir a la circulación de ideas y posiciones dirigidas a identificar puntos de encuentro y no de división. En temas tan delicados se corre el riesgo de caer en fáciles contraposiciones e instrumentalizaciones que no traen ninguna ventaja, salvo la de crear fracturas en la sociedad. En cambio, si el razonamiento es conducido honestamente y con espíritu de sincera apertura, es posible determinar cursos comunes o por lo menos no demasiado divergentes.
El inicio de la vida
— Martini: Estoy plenamente de acuerdo con sus premisas. Allí donde se crean, por el progreso de la ciencia y de la técnica, zonas de frontera o zonas grises, donde no es de inmediato evidente cuál sea el verdadero bien del hombre y de la mujer, de este individuo o de la humanidad entera, es una buena regla ante todo abstenerse de juzgar apresuradamente y, después, discutir con serenidad, de manera de no crear inútiles divisiones. Pienso que podríamos iniciar algún experimento de un similar diálogo partiendo por el inicio de la vida y en particular por esa práctica, hoy cada vez más común, que se llama 'fecundación terapéuticamente asistida' y por el destino de los embriones que son utilizados con este objetivo. Sobre esto hay no pocas divergencias de pareceres y también incertidumbres de vocabulario y de práctica. ¿Puede aclarar un poco este punto, sobre la base de su competencia? — Marino: Hoy es posible crear una vida en probeta, recurriendo a la fecundación artificial. En presencia de problemas de fertilidad de una pareja, la fecundación artificial puede servir al objetivo de completar una familia con un hijo. No obstante, esta práctica se ha difundido en Italia y en muchos otros países del mundo sin una regulación prevista por la ley. La ciencia y sus aplicaciones médicas han progresado más rápidamente que los legisladores y, por este motivo, ahora debemos hacer frente al problema de miles de embriones humanos congelados y conservados en los frigoríficos de las clínicas para la infertilidad, sin que se haya decidido cuál deberá ser su destino. La actual ley italiana, para evitar perpetuar la producción de embriones de reserva que no son utilizados, ha elegido una vía simplista: crear solo tres a la vez e implantarlos todos en el útero de la mujer. Pero este número, si se razona sobre una base científica, debería ser flexible y determinado caso por caso, según las condiciones médicas de la pareja. Pero la ciencia viene en ayuda para sugerir alternativas a la creación y al congelamiento de los embriones. Existen tecnologías más sofisticadas que las usadas hoy, que prevén congelar no el embrión sino el ovocito en la etapa de los dos pronúcleos, es decir, en el momento en que los dos pares del cromosoma, el femenino y el masculino, siguen estando todavía separados y todavía no se ha formado una nueva cadena del ADN. En esta fase no es posible saber qué camino tomarán las células en el momento en que empezarán a reproducirse: podrían dar origen a un niño como a dos gemelos monocigóticos. No hay embrión, no hay un nuevo patrimonio genético y, por lo tanto, no hay un nuevo individuo. Desde el punto de vista biológico no hay una nueva vida. Para quien tiene una fe ¿podemos entonces pensar que no la hay tampoco desde el punto de vista espiritual y, por tanto, que no existan problemas al evaluar la idea de seguir este camino?
— Martini: Entiendo cuánto estos hechos angustian a muchas personas, sobre todo a aquellas más sensibles a los problemas éticos. Y, al mismo tiempo, estoy convencido de que los procesos de la vida, y por tanto también aquellos de la transmisión de la vida, forman un continuo en el cual es difícil individualizar los momentos de un verdadero y propio salto cualitativo. Esto hace que cuando se trata de la vida humana desde sus inicios, exista un gran respeto y una gran reserva frente a todo lo que, de alguna manera, la manipula o la podría instrumentalizar. Pero esto no quiere decir que no se puedan identificar momentos en los que no aparece todavía algún signo de vida humana definible individualmente. Me parece este el caso que usted propone, el ovocito en el estadio de los dos pronúcleos. En este caso me parece que la regla general del respeto puede conjugarse con aquel tratamiento técnico que usted sugiere. Me parece también que lo que usted está proponiendo permitiría la superación del rechazo a toda forma de fecundación artificial que está aún presente en no pocos ambientes y que produce una divergencia dolorosa entre la práctica admitida comúnmente por la gente y también sancionada por la ley y la actitud —al menos teórica— de muchos creyentes. En todo caso, creo oportuno hacer una distinción entre fecundación homóloga y fecundación heteróloga. Pero me parece que un rechazo radical a toda forma de fecundación artificial está basado sobre todo en el problema de la suerte de los embriones. En la propuesta que usted ha ilustrado este problema podría ser superado.
La fecundación heteróloga
— Marino: Usted ha señalado también la distinción entre fecundación homóloga y heteróloga. El problema es muy discutido. Efectivamente, si el deseo de una pareja de crear una familia no se puede cumplir por causa de problemas de infertilidad o por la presencia de enfermedades genéticas en uno de los dos potenciales padres, ¿por qué no recurrir al semen o al óvulo de un individuo externo a la pareja? ¿No podría representar una solución para lograr aquel deseo de familia? ¿El patrimonio genético cuenta más? Reflexionando sobre este asunto, mi primera evaluación sería a favor de la fecundación heteróloga, si ésta es el único medio para tener un niño y si para la mujer es importante tener un embarazo. Pero me he enfrentado también con quien sostiene que no es raro que la fecundación heteróloga introduzca un desequilibrio en la pareja entre el progenitor biológico, el que transmite al hijo parte del propio ADN, y el otro. Algunos estudios publicados en revistas científicas y realizados en países donde se permite la fecundación heteróloga, han evidenciado que se puede efectivamente crear en la familia nuclear un desequilibrio psicológico en favor del progenitor que ha trasmitido al hijo una parte de su patrimonio genético, como si un progenitor fuera más valioso de alguna manera que el otro. Otra cuestión se refiere a la transparencia: ¿el niño que nace de una fecundación heteróloga debería ser informado? Y, si la respuesta es afirmativa, ¿es justo seguir un curso que puede crear traumas psicológicos, aun cuando nazca del deseo de tener un hijo? ¿Prohibir por ley el recurso a la fecundación heteróloga significa limitar la libertad de los ciudadanos o la prohibición debiera ser interpretada como una salvaguarda para el futuro de quien vendrá después de nosotros? — Martini: Las objeciones de naturaleza psicológica que usted ha recordado están entre los motivos que han impedido a no pocos proceder por la vía de la fecundación heteróloga, aun cuando esto pueda implicar sufrimientos para algunos. Se agrega, desde el punto de vista ético, la protección de la relación privilegiada que con el matrimonio se instituye entre un hombre y una mujer. Sin embargo, mis reflexiones personales también incluyen las situaciones que se crean con las varias formas de adopción y de custodia, donde es posible establecer más allá del patrimonio genético una verdadera relación afectiva y educativa con los que no son los padres en el sentido físico del término. Por lo tanto, yo sería prudente en expresar mis opiniones sobre los casos que usted trae a colación, donde no es posible recurrir al semen o al óvulo de la misma pareja. Tanto más cuando se trata de decidir la suerte de embriones que de otra manera están destinados a perecer y cuya inserción en el seno de una mujer, incluso soltera, parecería preferible a su pura y simple destrucción. Me parece que estamos en esas áreas grises de las que hablé antes, en las que la probabilidad mayor está todavía de parte del rechazo a la fecundación heteróloga, pero en las cuales no es quizás oportuno mostrar una certeza que está todavía esperando confirmación y experimentación.
La investigación sobre las células madre embrionales
— Marino: Los problemas relacionados con los embriones también han suscitado ásperas discusiones sobre el uso con fines de investigación de las células madre tomadas de embriones. El referéndum sobre procreación terapéuticamente asistida de junio de 2005 pedía, entre otras cosas, abolir el artículo de la ley número 40 que prohíbe el uso de estas células madre. Desde el punto de vista científico se presume, aunque no esté todavía confirmado, que las células madre embrionales son las más adecuadas a los fines de la investigación, para identificar terapias de cura de enfermedades muy graves, desde el Parkinson al Alzheimer, etc. Existen otros tipos de células madre, obtenidas de tejidos del adulto o del cordón umbilical, que ya se están utilizando con un cierto éxito. Casi todos los investigadores concuerdan en el hecho de que no es necesario crear embriones con el único propósito de obtener células madre: el material celular para la investigación puede ser adquirido y, además, estudios muy recientes hechos con ratas han demostrado la posibilidad de obtener células que tengan las mismas características de las células madre embrionales sin tener que crear embriones. Queda sin resolver la cuestión de los embriones preservados en las clínicas para la infertilidad y que muy probablemente no serán nunca utilizados por ninguna pareja. Su fin es claro, pero ¿es mejor dejarlos morir en el frío o utilizar sus células preciosas para propósitos de la investigación? En una visión religiosa ortodoxa, se trata de vidas y como tales no se pueden suprimir para obtener las células para propósitos terapéuticos, aun cuando un día esos embriones serán de todas maneras destruidos. Se trataría de la distinción entre matar y dejar morir. ¿Este punto es éticamente superable? ¿No es oportuno pedir la donación de las células madre embrionales para destinarlas a los laboratorios para apoyar la investigación de enfermedades hoy incurables? — Martini: Antes que nada estoy impresionado por la prudencia con que usted habla de la eficacia terapéutica de las células madre. Me parece entender que estamos todavía en el campo de la investigación y que por tanto no es honesto propagar certezas sobre la eficacia curativa de estas células antes que esto esté debidamente probado. Me alegro también por el hecho de que ya no se considera necesario crear embriones con el fin de producir células madre y que se han elaborado métodos alternativos que no ponen problemas a la conciencia. Es un motivo más para tener confianza en la inteligencia que el Señor ha dado al hombre para que supere los problemas que la vida pone. En el nombre de esta misma inteligencia es que no veo posible pensar en una utilización de células madre embrionales para la investigación. Esto iría contra todos los principios expuestos hasta este punto.
Los embriones congelados
— Marino: Su respuesta me permite ampliar la reflexión sobre el destino de los embriones existentes, también más allá de cuanto se ha conjeturado más arriba. Al no ser utilizados, ¿qué sería ético hacer? No se ha identificado actualmente una solución, salvo la de abandonar las probetas en los congeladores. ¿Pero es éticamente correcto y aceptable tolerar que millares de embriones humanos queden congelados en las clínicas para la infertilidad, esperando simplemente que, con el pasar de los años, expiren en el frío? ¿No podrían, por ejemplo, ser destinados a mujeres solteras que desean tener un embarazo? ¿O a parejas con problemas ligados a enfermedades genéticas que no pueden recurrir a la fecundación artificial normal para evitar el riesgo de transmisión del defecto genético? —Martini: Me parece que estamos aquí frente a un conflicto de valores, que es más evidente en el caso de la mujer soltera que desea tener un embarazo, pero que también existe, por los motivos antes expuestos, en parejas que por graves razones médicas no pueden recurrir a la fecundación artificial normal. Donde hay un conflicto de valores, me parecería éticamente más significativo propender hacia aquella solución que permite que una vida prospere antes que dejarla morir. Pero comprendo que no todos tendrán este parecer. Solamente querría evitar que chocásemos en base a principios abstractos y generales allí donde, en cambio, estamos en una de estas zonas grises a las que es apropiado entrar libres de juicios apodícticos.
Adopciones por solteros
— Marino: Hay también otros problemas relacionados con el desarrollo de la vida, en particular respecto al cuidado que la sociedad debe tener a favor de los niños que no tienen una familia. En estos casos se abre la posibilidad y la utilidad, más aún, casi la necesidad de una adopción. Hoy, en Italia, las adopciones no están permitidas a las personas solteras y, más en general, la legislación es muy compleja y hace difícil cada clase de adopción. Desde el punto de vista ético, me pregunto si es preferible que un niño huérfano o abandonado por sus padres pase la vida en un instituto o en la calle, en vez de tener una familia compuesta por un solo padre. ¿Estamos seguros de que es este el camino justo para garantizar el mejor crecimiento posible a ese niño? Además, cuando uno de los padres enviuda, incluso al nacer el primer hijo, nadie piensa que el niño no deba continuar viviendo en su núcleo familiar aun cuando el padre sea solo uno. Es más, la Iglesia sostiene que en presencia de un feto, en cualquier circunstancia se debe invitar a la mujer a llevar a término el embarazo, aun cuando el padre esté ausente o en contra, y, por tanto, se tratará de apoyar a una madre que de hecho será soltera. ¿Por qué entonces no apoyar incluso las adopciones para personas solteras, una vez comprobada la motivación, los medios y las capacidades del potencial padre o madre para asegurar un crecimiento sereno al niño adoptado? — Martini: Usted se pone preguntas serias y razonables respecto a un tema complejo, sobre el cual no tengo suficiente experiencia. Pero pienso que el punto de partida es la condición que usted explica al final. Hay que asegurar que quien toma la custodia del niño adoptado tenga las justas motivaciones y también los medios y las capacidades para garantizar un crecimiento sereno. ¿Quién satisface estas condiciones? Ciertamente, en primer lugar, una familia compuesta por un hombre y una mujer que tengan sabiduría y madurez y que también puedan garantizar una serie de relaciones intrafamiliares aptas para hacer crecer al niño desde todos los puntos de vista. Faltando esto, está claro que también otras personas, en el límite también las solteras, podrían dar de hecho algunas garantías esenciales. No me cerraría por esto a una sola posibilidad, pero dejaría a los responsables ver cuál es de hecho la mejor solución, aquí y ahora, para este niño o niña. El objetivo es garantizar el máximo de condiciones favorables concretamente posibles. Por eso, cuando existe la posibilidad de elegir, se debe elegir la mejor.
Aborto
— Marino: Uno de los temas más difíciles de enfrentar, sobre el cual se nos pregunta continuamente, justamente por lo delicado y complejo, es el aborto. En Italia, el Estado ha regulado la materia, esforzándose por conjugar el principio de la autodeterminación de las mujeres con la libertad de conciencia de los médicos que pueden elegir la objeción. En estos años, en Italia hemos podido constatar los efectos de la legislación sobre el aborto. Así como todos reconocemos que el aborto constituye siempre una derrota, nadie puede negar que la ley ha permitido reducir el número global de abortos y tener bajo control los abortos clandestinos, evitando poner en riesgo la vida de las mujeres expuestas a graves desastres, como las perforaciones del útero hechas por 'parteras' para inducir el aborto. ¿Cuál es la posición de la Iglesia frente a casos extremos, como una mujer que ha sido violada, un embarazo de una adolescente de once o doce años, una mujer sin las posibilidades económicas de criar un niño? Si se admite el principio de la elección del mal menor y, como sugiere la Iglesia católica, el de confiar la decisión a la conciencia individual (conciencia perpleja: aquella condición en la que un hombre o una mujer a veces se encuentran cuando deben afrontar situaciones que hacen que el juicio moral sea incierto y difícil la decisión), ¿no sería éticamente correcto explicar abiertamente este punto de vista? ¿Y sostenerlo también públicamente? — Martini: El tema es muy doloroso y causa un gran sufrimiento. Ciertamente, en primer lugar, es necesario querer hacer todo cuanto sea posible y razonable por defender y salvar cada vida humana. Pero esto no quita que se pueda y se deba reflexionar sobre situaciones muy complejas y diversas que pueden ocurrir, y razonar buscando en cada cosa lo que es mejor y sirve más concretamente para proteger y promover la vida humana. Pero es importante reconocer que la prosecución de la vida humana física no es en sí misma el principio primero y absoluto. Sobre este está aquel de la dignidad humana, dignidad que en la visión cristiana y de muchas religiones comporta una apertura a la vida eterna que Dios promete al hombre. Podemos decir que aquí está la definitiva dignidad de la persona. Pero incluso los que no comparten nuestra fe pueden comprender la importancia de este fundamento para los creyentes y la necesidad en cualquier caso de tener razones de fondo para sostener siempre y en todo lugar la dignidad de la persona humana. Las razones de fondo de los cristianos están en las palabras de Jesús, quien afirmaba que “la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido” (cfr. Mateo 6, 25), pero exhortaba a no tener miedo “de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (cfr. Mt 10, 28). La vida física debe ser respetada y defendida, pero no es el valor supremo y absoluto. En el evangelio según Juan, Jesús proclama: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 6, 25). Y san Pablo agrega: “Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rom 8, 18). Por tanto, hay una dignidad de la existencia que no se limita sólo a la vida física, sino que mira a la vida eterna. Dicho esto, me parece que incluso en un tema doloroso como el del aborto (que, como usted dice, representa siempre una derrota) es difícil que un Estado moderno no intervenga al menos para impedir una situación salvaje y arbitraria. Y me parece difícil que, en situaciones como las nuestras, el Estado no pueda no poner una diferencia entre actos punibles penalmente y actos que no es conveniente perseguir penalmente. Esto no quiere decir, de ninguna manera, 'licencia para matar', sino solo que el Estado prefiere no intervenir en todos los casos posibles, pero se esfuerza por disminuir los abortos, impedirlos con todos los medios, sobre todo después de cierto periodo de tiempo desde el inicio del embarazo, y se esfuerza en disminuir todo lo posible las causas del aborto y en exigir las precauciones para que la mujer que decida, a pesar de todo, cometer este acto, en particular en los tiempos no punibles penalmente, no resulte gravemente dañada en lo físico hasta con peligro de muerte. Esto sucede, en particular, como usted lo recuerda, en el caso de los abortos clandestinos, y entonces, considerando todo, es positivo que la ley haya contribuido a reducirlos y eventualmente a eliminarlos. Comprendo que en Italia, con la existencia del Servicio Sanitario Nacional, esto comporte una cierta cooperación de las estructuras públicas con el aborto. Veo toda la dificultad moral de esta situación, pero en este momento no sabría qué sugerir, porque probablemente cada solución que se quisiera buscar comportaría aspectos negativos. Por esto el aborto es siempre algo dramático, que no puede de ninguna manera ser considerado como un remedio a la sobrepoblación, como me parece que sucede en ciertos países del mundo. Naturalmente, no pretendo incluir en este juicio esas situaciones límite, extremadamente dolorosas y también quizás raras, pero que pueden presentarse de hecho, en las que un feto amenaza gravemente la vida de la madre. En estos y similares casos, me parece que la teología moral desde siempre ha sostenido el principio de la legítima defensa y del mal menor, aun cuando se trate de una realidad que muestra el dramatismo y la fragilidad de la condición humana. Por eso, la Iglesia también ha declarado heroico y ejemplarmente evangélico el gesto de aquellas mujeres que han elegido evitar cualquier daño a la nueva vida que llevan en su seno, aun al costo de perder la propia vida. Pero no puedo aplicar este principio de la legítima defensa y/o del mal menor a los otros casos extremos que usted ha planteado, ni me serviría del principio de la conciencia perpleja, que no se bien qué significa. Me parece que incluso en los casos en que una mujer no puede, por diversos motivos, tener el cuidado de su niño, no deben faltar otras instancias que se ofrezcan para criarlo y cuidarlo. Pero, en todo caso, sostengo que sea respetada cada persona que, quizás después de mucha reflexión y sufrimiento, sigue su conciencia en estos casos extremos, incluso si decide hacer algo que yo no siento que pueda aprobar.
¿Compensaciones por la donación de órganos?
— Marino: Hay un tema que me toca de cerca, dado que por más de veinticinco años me ocupo de transplantes de órganos. Gracias a los transplantes, hoy miles de personas, de otra manera destinadas a una muerte segura, se sanan y llevan una existencia plena desde todos los puntos de vista. El límite principal para una mayor difusión de esta terapia está ligado al insuficiente número de donaciones y, por tanto, de órganos para trasplantar y, en consecuencia, muchas personas mueren en lista de espera. Para aumentar el número de donantes, en algunos países y principalmente en Gran Bretaña, se ha avanzado la hipótesis de establecer una compensación para las familias que aceptan donar los órganos del propio pariente después de la muerte. La duda está en si es éticamente correcto proponer ventajas materiales o dinero a cambio de la donación de los órganos. Se podría de esta manera probablemente aumentar el número de donaciones y de los transplantes y responder así a las exigencias de los enfermos que esperan en lista un órgano que salvará sus vidas. Pero esta hipótesis contiene en sí el presupuesto para un comportamiento desigual. ¿No se corre el riesgo de instaurar una situación en que solo los menos afortunados, incentivados por una compensación, estarán dispuestos a donar los órganos, mientras que los más ricos se limitarán a recibirlos? ¿Y la donación, en cuanto tal, no debería siempre y solo basarse en el principio de la igualdad? — Martini: Personalmente siento mucho lo que usted afirma al final, es decir, la importancia del principio de la igualdad y los peligros gravísimos de una hipótesis de retribución por los órganos. Me parece que el camino es, en cambio, el de promover lo más posible el principio de la donación y hacer que crezca la conciencia colectiva sobre este punto. Realmente es de desear que nadie más muera en lista de espera, habiendo órganos disponibles.
VIH y sida
— Marino: La cuestión de la igualdad nos lleva directamente a preguntarnos sobre problemas y enfermedades que afligen a millones de personas en todo el mundo, sobre todo en los países más pobres y en desventaja para los cuales la idea de igualdad sigue siendo un sueño muy lejano o una mera utopía. ¿Cómo no pensar de inmediato en el sida? Cerca de 42 millones de personas en el mundo son portadores del virus VIH. Sólo en el 2005, según los datos entregados por las agencias de la ONU, tres millones de personas murieron de sida mientras se registran cinco millones de nuevos infectados. El 60 por ciento de los portadores del virus vive en los países más pobres del África subsahariana, con una incidencia media en la población de entre el 5 y el 10 por ciento y que llega hasta el 25-30 por ciento en algunos países como Botsuana o Zimbabue. El VIH es la plaga de un continente que genera no solo enfermos sino también huérfanos, pobreza, imposibilidad de mejorar las condiciones de vida. En el mundo occidental, hoy el virus es mantenido bajo control gracias a los progresos en las terapias farmacológicas que permiten a un seropositivo llevar una existencia del todo normal, con una expectativa de vida parangonable a la de las personas no afectadas por el virus. Hasta hace unos pocos años, el costo anual en fármacos de una persona seropositiva giraba entorno a los diez mil euros, una cifra prohibitiva, que podía ser sostenida solo por los países donde existía un sistema sanitario nacional. Hoy los precios, en régimen de competencia, han sufrido una caída, hasta llegar a mediados de 2003 a 700 euros para los fármacos de marca (producidos por las multinacionales farmacéuticas) y en torno a 200 euros para los genéricos de fabricación india, brasileña y tailandesa. No obstante, estos importantes pasos adelante, en muchos países africanos el gasto per cápita en salud no supera los 10 dólares al año por lo cual, de hecho, el acceso a los fármacos y a las terapias para combatir el sida es negado y el virus continúa difundiéndose. Sabemos que el sida, en parte, se puede combatir con la prevención y el uso de los profilácticos. ¿Cómo puede ser aceptable no promover el uso del profiláctico para contribuir a controlar la difusión del virus? ¿Es o no es un deber de los gobiernos hacer opciones y tomar decisiones sobre este tema? Y, respecto de la doctrina oficial de la Iglesia católica, ¿no se trataría, por tanto, de optar por un mal menor y contribuir a la salvación de tantas vidas humanas? — Martini: Las cifras que usted cita provocan turbación y desolación. En nuestro mundo occidental es bastante difícil darse cuenta de cuánto se sufre en ciertas naciones. Habiéndolas visitado personalmente, he sido testigo de este sufrimiento, soportado por los más con gran dignidad y casi en silencio. Es necesario hacer de todo para combatir el sida. Ciertamente el uso del profiláctico puede constituir en ciertas situaciones un mal menor. Después está la situación particular de esposos, uno de los cuales está infectado de sida. Este está obligado a proteger a la pareja y ésta también debe poder protegerse. Pero la cuestión es más bien si conviene que sean las autoridades religiosas las que promuevan un determinado medio de defensa, casi como si se creyera que los otros medios moralmente sostenibles, comprendida la abstinencia, deberían ser puestos en segundo plano, corriendo el riesgo de promover una actitud irresponsable. Una cosa es, por tanto, el principio del mal menor, aplicable en todos los casos previstos por la doctrina ética, y otra el sujeto a quien toca expresar tales cosas públicamente. Creo que la prudencia y la consideración de las diversas situaciones locales permitirán a cada uno contribuir eficazmente en la lucha contra el sida, sin con esto favorecer los comportamientos irresponsables.
El fin de la vida
— Martini: Creo que ha llegado el momento en nuestro diálogo de pasar a otra serie de problemas que conciernen a la vida, y precisamente aquellos que se refieren al fin de ella. Es necesario vivir con dignidad, pero, para esto, morir también con dignidad. Ahora, como usted sabe, aquí se plantean, sobre todo en Occidente, problemas muy graves. — Marino: Ciertamente usted está pensando antes que nada en la eutanasia, una palabra en torno a la cual se crea siempre mucha confusión atribuyéndole diversos significados. Por eso, prefiero no hablar en abstracto, sino expresarme de manera muy concreta. ¿Se puede o no admitir que una persona induzca voluntariamente la muerte de otra, gravemente enferma y presa de dolores físicos devastadores, para aliviar este dolor? Frente a una situación irreversible en que la muerte es inevitable, sostengo que es absolutamente necesario suministrar fármacos como la morfina, que alivian el dolor y acompañan al enfermo con mayor tranquilidad en el paso de la vida a la muerte. Es lo que se hace, en estas dramáticas circunstancias, en todas las reanimaciones en los Estados Unidos. Yo mismo, aunque sufriendo, pues un médico querría siempre poder salvar la vida de sus pacientes, mientras trabajaba en Estados Unidos, he decidido diversas veces suspender todas las terapias. Es un momento doloroso para la familia y, le aseguro, también para el médico, pero es una honesta aceptación de que no se puede hacer nada más salvo evitar prolongar sufrimientos inútiles y lesivos de la dignidad del paciente. En este propósito, Italia se ve todavía gravemente carente, en ausencia de una ley que regule la materia, al punto de que si yo siguiera el mismo tipo de procedimiento en nuestro país podría ser arrestado y condenado por homicidio, cuando solo se trata de no ensañarse con terapias sin sentido. En cambio, no estoy de acuerdo en suministrar una sustancia venenosa para provocar la detención del corazón del enfermo y así inducir su muerte. Y, aunque condenando el gesto, no estoy sin embargo seguro de que se pueda condenar a la persona que lo cumple. Doy un ejemplo: en un reciente filme vencedor del premio Oscar, titulado One Million Dollar Baby, se describe el drama de una mujer reducida a un estado semivegetativo después de un grave accidente deportivo, que pide a un hombre, la persona más significativa en su vida, ayudarla a poner fin a su sufrimiento físico y psicológico. Inicialmente el hombre se rehúsa, después acepta porque considera que hacerlo es un acto de amor extremo hacia el ser humano que más considera. Aunque no logro justificar la idea de la supresión de una vida, me pregunto: en situaciones similares, ¿cómo se puede condenar el gesto de una persona que actúa por petición de un enfermo y por puro sentimiento de amor? Y, por otra parte, ¿es lícito admitir el principio de no condenar a una persona que mata? — Martini: Estoy de acuerdo con usted en que no se puede nunca aprobar el gesto de quien induce la muerte de otros, en particular si es un médico, que tiene como objetivo la vida del enfermo y no la muerte. Pero tampoco quisiera condenar a las personas que realizan un gesto similar a pedido de una persona reducida a los extremos, y por puro sentimiento de altruismo, como tampoco a aquellos que en condiciones físicas y psíquicas desastrosas lo piden para sí mismos. Por otra parte, considero que es importante distinguir bien los actos que dan vida de aquellos que dan muerte. Estos últimos no pueden ser nunca aprobados. Sobre este punto considero que debe siempre prevalecer aquel sentimiento profundo de confianza fundamental en la vida que, a pesar de todo, encuentra un sentido en cada momento de la existencia humana, un sentido que ninguna circunstancia por adversa que sea puede destruir. Sin embargo, sé que pueden venir las tentaciones de desesperación sobre el sentido de la vida y considerar el suicidio para sí o para otros, y por eso rezo en primer lugar por mí y después por los otros para que el Señor nos proteja a cada uno de nosotros de estas terribles pruebas. En todo caso, es importantísimo estar cerca de los enfermos graves, sobre todo en estado terminal, y hacerlos sentir que se los quiere y que su existencia tiene, sin embargo, un gran valor y está abierta a una gran esperanza. En esto también un médico tiene una importante misión.
Medidas para prolongar la vida e interrupción del tratamiento
— Marino: Relacionado con este tema está el encarnizamiento terapéutico. La tecnología actual es capaz de mantener con vida a enfermos que hasta hace pocos años ni siquiera eran llevados a la sala de reanimación. El progreso científico permite prolongar artificialmente también la vida de una persona que ha perdido toda esperanza de recuperar condiciones de salud aceptables. Por esto parece urgente afrontar el problema de la interrupción de las terapias. Cada forma de ensañamiento terapéutico debería evitarse porque se opone al respeto de la dignidad humana. Para la Iglesia, la suspensión de las terapias es considerada como aceptación de un hecho natural, un no encarnizarse más. El Catecismo de la Iglesia católica dice: 'La interrupción de procedimientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados respecto a los resultados esperados puede ser legítima. En tal caso se tiene la renuncia al ensañamiento terapéutico. No se quiere de esta manera procurar la muerte: se acepta no poder impedirla. Las decisiones deben ser tomadas por el paciente, si tiene la competencia y la capacidad, o, si no, por aquellos que tienen legalmente el derecho, respetando siempre la razonable voluntad y los intereses legítimos del paciente'. Existen instrumentos legales, como el testamento biológico, que permiten al propio individuo indicar con precisión, y en un momento de tranquilidad emotiva, hasta qué punto desea aceptar el recurso a terapias extraordinarias. El testamento biológico representa un instrumento muy válido para ayudar al médico y a la familia a tomar la decisión final. Debería basarse en reglas flexibles y señalar también una persona de confianza en condiciones de interpretar la voluntad de ese individuo, teniendo en cuenta los posteriores progresos de la ciencia. Muchos países lo han adoptado con buenos resultados. En Italia fue presentado un proyecto de ley al Senado hace mucho tiempo, pero todavía espera para ser discutido. ¿No sería el momento de comenzar una reflexión seria y compartida para introducir lo antes posible también en nuestro país una legislación acerca del fin de la vida, es decir, de uno de los momentos más importantes de nuestra existencia? — Martini: El texto citado por usted del Catecismo de la Iglesia católica me parece suficiente respecto a este propósito. Si se quisiera legislar sobre este punto es, sin embargo, importante que no se introduzcan brechas para la eutanasia, de la que hemos hablado antes. Por esta razón tampoco estoy seguro sobre el instrumento del testamento biológico. No he estudiado el tema y no sabría dar un parecer decisivo. Sostengo con usted que una reflexión seria y compartida sobre el fin de la vida podría ser útil, siempre que sea justamente seria y compartida y no se preste a especulaciones partidarias y, sobre todo, no introduzca de alguna manera brechas ante aquella decisión sobre la propia muerte que repugna al sentido profundo del bien de la vida, como he dicho antes.
La ciencia y el sentido del límite
— Marino: Como conclusión, quisiera proponer una reflexión más general. El conocimiento, el progreso científico, el avance tecnológico crean extraordinarias oportunidades de crecimiento para nuestro planeta pero, al mismo tiempo, ponen en las manos de los investigadores y científicos un gran poder, ligado al hecho de que están en condiciones de intervenir en los mecanismos que regulan el inicio de la vida y de su fin. La ciencia corre más veloz que el resto de la sociedad y también que los parlamentos, encargados de fijar las reglas, pero la mayoría de las veces incapaces de intervenir oportunamente. A mi modo de ver, se debería requerir con firmeza una asunción de responsabilidad a cada científico envuelto en un campo de investigación que interviene en la esencia de la vida, en su creación y en su fin. Dejando intacto el que la evaluación racional es indispensable, el arbitrio del investigador debería estar disciplinado también por el sentido de responsabilidad equilibrado por la evaluación de los riesgos y sus consecuencias. No se trata de apelar a la fe o a la religión, sino de enfatizar la toma de conciencia por parte de cada científico. Esto no significa querer detener el progreso científico sino preservar y respetar nuestro bien más precioso, el de la vida. La historia, sin embargo, nos enseña que apelar a la responsabilidad individual a veces no basta. Por eso, los científicos deben entregar toda información útil y al final deberán ser los parlamentos, o mejor, las instituciones supranacionales, las que fijen las reglas sobre la base del sentir común de los ciudadanos. — Martini: Todos nos maravillamos y nos llenamos de estupor, y por tanto también de gratitud a Dios, por el formidable progreso científico y tecnológico de estos años que permite y permitirá siempre más y mejor proveer por la salud de la gente. Al mismo tiempo estamos conscientes, como usted dice, del gran poder que está en las manos de investigadores y científicos y de la firme asunción de responsabilidad que les debe permitir investigar evaluando siempre los riesgos y las consecuencias de sus acciones. Estas acciones deben siempre contribuir al bien de la vida y nunca a lo contrario. Por eso, deben también algunas veces saber detenerse y no sobrepasar el límite. Yo me inclino por cultivar la confianza en el sentido de responsabilidad de estos hombres y quisiera que tuvieran esa libertad de investigación y de propuestas que permite el avance de la ciencia y de la técnica, respetando al mismo tiempo los parámetros infranqueables de la dignidad de cada existencia humana. Se también que no se puede detener el progreso científico, pero se lo puede ayudar a ser cada vez más responsable. Como usted dice, no se trata de apelar a la fe o a la religión, sino de enfatizar el sentido ético que cada uno tiene dentro de sí. Ciertamente, también leyes buenas y oportunas pueden ayudar, pero como usted afirma, la ciencia corre hoy más veloz que los parlamentos. Se exige, por tanto, un sobresalto de conciencia y una más que buena voluntad para hacer así que el hombre no devore al hombre, sino que lo sirva y lo promueva. También las instituciones supranacionales deben tomar conciencia del peligro que todos corremos y de la necesidad de intervenciones oportunas y responsables. En toda esta materia se necesita que cada uno haga su parte: los científicos, los técnicos, las universidades y los centros de investigación, los políticos, los gobiernos y los parlamentos, la opinión pública y también las iglesias. En lo que concierne a la Iglesia católica, querría subrayar sobre todo su tarea formativa. Ella está llamada a formar las conciencias, a enseñar el discernimiento de lo mejor en cada ocasión, o entregar las motivaciones profundas para las acciones buenas. Desde mi punto de vista no servirán tanto las prohibiciones y los no, sobre todo si son prematuros; aunque algunas veces sea necesario saberlos decir. Pero servirá sobre todo una formación de la mente y del corazón para respetar, amar y servir la dignidad de la persona en todas sus manifestaciones, con la certeza de que cada ser humano está destinado a participar de la plenitud de la vida divina y que esto puede requerir también sacrificios y renuncias. No se trata de oscilar entre rigorismo y laxismo, sino de entregar las motivaciones espirituales que inducen a amar al prójimo como a sí mismo, es más, como Dios nos ha amado, y también a respetar y a amar nuestro cuerpo. Como afirma san Pablo, el cuerpo es para el Señor y el Señor es para el cuerpo. Nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en nosotros y que recibimos de Dios: por eso no nos pertenecemos a nosotros mismos y somos llamados a glorificar a Dios en nuestro cuerpo, es decir, en la totalidad de nuestra existencia en esta tierra (cfr. 1 Cor 6, 13.19-20).
Cardenal Carlo Maria Martini y Dr. Ignazio Marino

posted by Tadeo Infante @ 5:12 PM,

0 Comments:

Post a Comment

<< Home