El buen morir desde el punto de vista cristiano

Por: Percival Cowley V ss.cc.


Un intenso debate se ha suscitado en las semanas recientes a raíz de iniciativas políticas que tratan el trascendente tema de la vida humana, tanto en su inicio como en su fin. Más allá de las implicancias del comportamiento político y del respeto a las opiniones diversas, Política y Espíritu ha solicitado al Presbítero Percival Cowley, Profesor de Teología Moral, un texto clarificador de conceptos y derivaciones cristianas sobre la controversia.


La primera afirmación tiene que ver con el hecho de que sabemos que la muerte es parte integrante y final del proceso de esta vida y que, sin embargo, nada sabemos respecto de la fecha, hora y circunstancias en que ella nos sobrevendrá. Supuesto el caso de lo que se podría llamar una enfermedad terminal, habría que reflexionar sobre las condiciones necesarias para que esta etapa final pueda darse en los mejores términos, habida siempre la debida y primera consideración a la dignidad del paciente.

La pregunta que surge de inmediato es si, en una determinada situación, puede el paciente -o, en su caso, su entorno familiar responsable- solicitar del médico tratante, contando con su anuencia, lo que se llama eutanasia (activa), es decir, una intervención que directamente cause la muerte del paciente terminal o incurable con el objeto de evitarle sufrimientos mayores.

El argumento que habitualmente se utiliza para recurrir a este medio es el de evitar "sufrimientos inútiles" al paciente. Aquí, habría que advertir que los sufrimientos buscados y sin un mayor sentido configuran lo que se llama masoquismo (y, en su caso, sadismo). Los sufrimientos advenientes y no autoprovocados son parte de la existencia humana. Posiblemente aquí valga la pena homologar la conducta de algunos médicos que, sin mayores consideraciones por el sufrimiento evitable del paciente y/o de su familia, llegan al "encarnizamiento terapéutico", que puede llegar a ser una forma concreta de sadismo.

De hecho, tanto para el paciente como para quienes de alguna manera son sus más cercanos, el sufrimiento provocado por una enfermedad despierta dimensiones a veces insospechadas en nuestra condición humana.

Para el paciente mismo -y para el enriquecimiento de su propia subjetividad-, en caso de que éste no pueda recuperarse de su mal y se estime la suya como una "enfermedad terminal", la "in-firmitas" (la no-fortaleza; léase la debilidad), conspira contra cualquier forma de psicología de corte prometeico (la que, muchas veces, se acerca a estructuras de personalidad que se expresan en nuevas formas de una ideología neoliberal). De hecho, el rechazo de la muerte como parte de la vida, tiende a conducir a obstinaciones terapéuticas que sólo prolongan la agonía y el sufrimiento del paciente. En caso de que sea posible una recuperación, habrá en su existencia humana una nueva experiencia (de acompañamiento familiar, de atención médica y hospitalaria, etc. o de abandono o atención inadecuada de los servicios de salud, etc.), que podrá hacer variar, para bien, el comportamiento del enfermo actual en su futura relación familiar y al interior de la sociedad de la que forma parte. En todo caso, estas reacciones posibles, agregarían una nueva dimensión irremplazable en la experiencia existencial sobre la propia condición humana. Esta dimensión, -a la que nos referíamos recién--, pasa a ser tan importante que, un buen número de autores, le asigna a estas diversas formas de "acompañamiento" una función tan relevante que es lo que -de hecho- los pacientes estarían solicitando a familiares y equipos médicos cuando piden que se ejerza con ellos la eutanasia (que hemos llamado activa).

Para sus familiares y personas más cercanas, el compartir un dolor de la naturaleza del que se trata (con las zozobras y angustias correspondientes), con los olvidos de sí mismo que ello comporta, es también una posibilidad de crecimiento personal indudable. Todo ello puede repercutir positivamente en las relaciones próximas de tales personas con otros enfermos y con la misma sociedad.

Para médicos, enfermeras y auxiliares el desafío de un enfermo terminal, mirado y atendido como persona, trae consigo una sensibilización cada vez mayor ante el misterio y la realidad del sufrimiento humano.

Habría que advertir, en cualquier caso, que la aceptación de alguna forma de eutanasia (activa) podría llevar a extremos indecibles, como, por ejemplo, la de proceder, por la vía del aborto, contra un feto en que se sospecha alguna especie de mal formación o enfermedad incurable o contra enfermos de cáncer, de sida, etc. que se encuentren en situación de peligro vital, impidiendo, de este modo, una atención médica "proporcionada" , con la consecuencia de negar al paciente terminal -o a sus familiares- los paliativos posibles y el paso por una experiencia humana irremplazable.

Ante el hecho de que, en ninguna circunstancia, podríamos recurrir a la llamada eutanasia (activa), lo que sí podemos hacer es elegir otros caminos. Entendemos por tales la no recurrencia a elementos artificiales para mantener en vida al paciente. Aquí habría que precisar diciendo que lo que se entiende por "artificial" puede ser muy distinto en un hospital de un pequeño pueblo de un país subdesarrollado o uno de una gran ciudad de un país desarrollado. Por eso, quizá sea más ajustado usar otra terminología: la de los medios proporcionados o los desproporcionados. Otra manera de hablar, refiriéndonos siempre a lo mismo, es el recurrir a "medios ordinarios" o a "medios extraordinarios". Los primeros significarán que se atiende al enfermo, respetando siempre su dignidad, para que no sufra mayormente, dejando que la enfermedad siga su curso; los segundos, tendrán que ver con la recurrencia a medios (artificiales, desproporcionados o extraordinarios) que sólo prolongarán la agonía del paciente (*).

En todo caso, siempre se requeriría el consentimiento informado del paciente mismo o de los más inmediatamente responsables si el primero no estuviera en condiciones de prestar un consentimiento de la naturaleza del recién señalado.

En una palabra, ante el enfermo terminal, habría que evitar cualquiera de los dos extremos: el de arrebatar directamente la vida o el del ensañamiento terapéutico.

Volviendo a la situación existencial del paciente mismo, habría que procurar, por todos los medios proporcionados y ordinarios, la mejor atención médica y hospitalaria posible (lo que implica la no suspensión de elementos esenciales como son el aire [oxígeno suficiente], el agua [aunque sólo sea para aminorar los efectos bucales de la sed], la alimentación [que, al menos, mantenga la situación del paciente y evite la inanición] y, a la vez, la utilización de medios que permitan suprimir o disminuir los dolores del enfermo). Habrá que tener presente, también, cómo inciden en el bienestar relativo del paciente las posturas y las formas de evitar escaras y otros males posibles por estadías prolongadas en camas de hospital o domicilio.

Respecto de los analgésicos, habrá algunos muy probados que calmen los dolores; pero, habrá otros, de "nueva generación", que se encuentran en experimentación y pueden llegar a tener efectos aún mejores que los ya conocidos, pero, al mismo tiempo, efectos desconocidos en el sentido de acelerar la muerte del enfermo. En este último caso -y, una vez más-, se requerirá, para proceder a su empleo, del consentimiento informado del paciente.

En estos casos -y si se siguiera una precipitación de la muerte- lo que se ha hecho es por parte del enfermo, prestarse para una experimentación que, en el futuro, pueda ir en beneficio de otros o/y buscar un alivio mayor a dolores que resultan insoportables. Es lo que, en términos técnicos, se llama la aplicación de la "ley de doble efecto", donde por buscar directamente un efecto bueno se sigue, indirectamente, un efecto malo (que consistiría en la aceleración de la muerte del enfermo).

Independientemente de los remedios químicos, será también fundamental recurrir a los auxilios psicológicos y espirituales que el enfermo pueda requerir y que, en su momento, deberán ser ofrecidos al paciente. Para tales efectos, los hospitales y clínicas deberán facilitar el acceso oportuno de sacerdotes, pastores, etc.(Aquí estamos hablando también de la aceptación de "médicos alternativos" o incluso de representantes de otras actitudes frente a la vida y la muerte que puedan contribuir, por lo menos, a alcanzar una serenidad mayor del enfermo).

En la medida en que ello sea posible, el ideal es que el paciente pueda terminar sus días en su propio domicilio familiar. Allí la atención afectiva podrá ser mayor y el enfermo mismo se encontrará en un espacio que le resultará más amigable. En el caso de que ello no fuera posible, habría que velar porque el enfermo pueda tener el máximo de presencia familiar o equivalente dentro del tiempo de su hospitalización.

En todo caso, -y con los consentimientos informados requeridos-, habrá que velar igualmente por las consecuencias de un tratamiento prolongado, (que no ofrece reales posibilidades de sanación y tampoco una calidad de vida futura acorde con la dignidad de la persona), por los efectos económicos que un tal tratamiento puede tener en una familia determinada. Todo ello, sin perjuicio del derecho humano a la salud que tiene todo ser humano por el solo hecho de ser tal y por el cual ha de velar la sociedad organizada, considerando siempre, desde luego, lo que hemos llamado una atención proporcionada y ordinaria, es decir, las posibilidades ofrecidas por los progresos de la ciencia y la tecnología a las que sea dable recurrir, tanto por el desarrollo de las políticas de salud del Estado en cuanto tal como por la dignidad misma del paciente (se trata de evitar cualquier ensañamiento terapéutico, dejando la puerta abierta, con las autorizaciones debidas y en relación con el progreso de la investigación y teniendo en vista el bien futuro de otros, el sometimiento de un paciente a los procedimientos de última generación).

En una palabra, el desafío es el de humanizar la situación del enfermo terminal, y, en su caso, del entorno familiar, lo que no se logra acelerando directamente y artificial o desproporcionadamente su muerte ni tampoco a través del ensañamiento terapéutico. De allí la importancia fundamental de desarrollar mucho más la medicina paliativa que se opone tanto a la eutanasia (activa) como al encarnizamiento terapéutico.

EL PUNTO DE VISTA CRISTIANO

Todas las aseveraciones anteriores tienen plena validez para cualquier cristiano.

Lo que se agrega, tiene que ver con "un sentido" de la vida y de la muerte que se inspira en el seguimiento de la persona de Jesucristo por quienes procuran ser sus discípulos.

Lo central de la fe cristiana no radica ni en una doctrina ni en una filosofía, sino en un acontecimiento que se afirma como histórico. Se trata de la Pascua de Jesucristo, es decir, de su muerte y resurrección.
De allí proviene -del sentido mismo de esa Pascua- el sentido de la "pascualidad" de la vida y del compromiso cristiano.

Como dice el Evangelio de San Juan, Cristo muere para que tengamos vida y podamos tenerla en abundancia; resucita, para que la esperanza del cumplimiento de sus promesas (sobre todo, de la propia y personal resurrección) sea fuente de inagotable esperanza en la certeza de que "todo contribuye al bien de los que aman a Dios" en la expresión de San Pablo; lo que, luego, comenta San Agustín, desde su propia experiencia, diciendo: "Todo contribuye al bien de los que aman a Dios, incluso el pecado".

En una palabra -y si "el discípulo no puede ser más que el Maestro"- el paso por el dolor, por la Cruz, es propio de la condición del cristiano y también del ser humano por el solo hecho de ser tal.

San Pablo, en otro lugar hablando de sí mismo, dice: "Completo en mí lo que falta a la Pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia".El dolor nos redime porque purifica y, unido siempre a la cruz de Cristo es redentor.

La muerte, desde esta perspectiva de fe, es pascua, que significa "paso" a vida nueva. Por lo mismo, para el cristiano, este paso se reviste de un nuevo sentido que permite asumir la muerte en la esperanza y la certeza de que Dios ama su creación -y a cada uno- y no dejará que sea posible la muerte última y final. Esta certeza es causa de paz, especialmente en ese difícil tránsito de la muerte y de despojo de cualquier forma de egoísmo. (Incluso, para ese momento de la vida, existe un sacramento especial, que es la unción de los enfermos y que ayuda al paciente terminal en la entrega de su vida al Señor de la Vida).
* He procurado no usar los términos "eutanasia activa" o "eutanasia pasiva", para evitar la no comprensión del significado de una y otra y la idea de que hay una eutanasia que, desde el punto de vista moral, pueda ser calificada de buena y otra de mala, lo que finalmente puede confundir a la opinión pública (que es, creo, lo que ocurrió con la reciente encuesta publicada por "La Tercera"). Sí he puesto entre paréntesis la palabra "activa" por si se quisiera seguir adelante con esta distinción que, finalmente, no me parece conveniente

posted by Tadeo Infante @ 12:13 PM,

0 Comments:

Post a Comment

<< Home